A mis amigos.

Las calles eran nuestras. La ciudad era nuestra. Estábamos en la flor de la vida y lo sabíamos. Conquistamos todos los rincones de la ciudad y nos refugiábamos aquí, en esta casa. Era nuestra guarida. Rompimos todas las reglas y conocimos todos los excesos. Sufrimos las peores resacas y besamos a todas las muchachas.

Éramos los tres amigos, tres distintos, los tres contentos y desafiantes. Se nos iban las noches en reír y platicar, hacer planes y burlas.

A esos dos muchachos les debo, sin ellos saberlo, mi vida. Me recogieron de un abismo muy oscuro. Le devolvieron la sonrisa a mi rostro y la seguridad a mis pasos. Me hicieron recordar que la vida sigue, no importa qué tanto uno se equivoque y que estamos terriblemente condenados, a pesar de todo, a ser felices.

Sí, éramos unos borrachos y nos conocimos entre latas de cerveza, pero si hay una amistad verdadera en este mundo fue esa. Es esa.

Hoy se nos perdió la bravura, la osadía y la fiereza con la que desafiábamos a la ciudad. Perdimos el rumbo y cometimos errores. Y me enoja. Me enoja muchísimo. Porque ustedes no deben perder jamás eso que una vez me contagiaron: las pinches ganas de vivir.

Váyanse a la verga, Porras y Rivas.