Lo has logrado.
Hiciste que finalmente perdiera la razón.
Cuando te conocí supe que no iba a ser sencillo. Sabía que aquellas pequeñas expresiones eran símbolo de algo más profundo y violento, como pequeños sismos que anuncian una gran erupción; a pesar de eso decidí seguir.
No era motivo de preocupación al principio, yo podía entrar y salir cuando quería de el estado en el que me encontraba. Recordando creo que todo inició con culpa. Me sentía culpable de haber despertado algo en ti que no podía sostener. Verás, yo no creía poder quererte de la manera en la que tú querías. Sin embargo, decidí seguir.
Después llegó el miedo. Lo regaba constantemente con las palabras de otrora amigos hasta que creció en mí ese miedo que sólo siente la gente que llega a querer a alguien, miedo a la traición.
Vi en tus ojos el arrepentimiento sincero del que roba por hambre. Y con la esperanza de redimirte y redimirme, me comí tus pecados y decidí seguir.
Había razón para temer? En ese momento creo que no. De verdad creías en ti así como yo decidí hacerlo. Fe. Qué gran paradoja es la fe. Nos incita a vencer el miedo a pesar de la incertidumbre, pero se nos olvida que de la ignorancia nace, de nuevo, el miedo.
Te tuve fe.
Y de la fe nació el amor.
Y te amé.
Abrí mis cicatrices para lavar con mi sangre tus heridas y besé tus pies.
Y fue tanto lo negro de mi sangre y tan grande el eco de tu risa que no pude ver
Ni escuchar
Tu traición.
Y me llenó. Y para sentirte más cerca hundí mis garras en tu piel y laceré tu carne, pero ya no estabas tú. Sólo estaban las migajas que la rabia había dejado de ti.
Y ahora, estoy aquí. Con la aguja entre los dedos sin saber si abrir nuevas heridas o empezar a coser las viejas.
Lo que ya está roto no se puede romper.
Lo que está muerto no puede morir.