Para la gente como yo es algo terrible enamorarse. Espantoso, catastrófico. Es tan malo como caerse de un árbol e igual de molesto que una herida dentro de la boca.
No te deja pensar bien.
Siempre estás alerta e inquieto y piensas muchas cosas pero no puedes aterrizar nada. Es imposible concentrarse y los sueños te traicionan. Las victorias te saben más dulces y las derrotas son más ligeras y eso está mal! Está mal porque te dejan de importar muchas cosas!
Ya no te importa si perdió el américa, si se descompuso el ascensor o si se acabó el café, vaya, ni siquiera te importa el haber llegado tarde a clase. Porque estás enamorado y te sientes alegre pero melancólico. Triste pero entusiasmado. Miserable pero esperanzado.
Es un estado horrible, el estar enamorado, para gente como yo.
Nosotros somos malhumorados, bromistas, observadores, sangrones y hasta mentirosos. Pero el amor nos vuelve mansos, torpes, simples y hasta pendejos. Pendejos en calidad moral. Descuidamos cosas, descuidamos amigos, familia, escuela, trabajo, casa e iglesia. Y por muy poca recompensa.
Nos volvemos mendigos. Una palabra se vuelve el tesoro más grande de todos, sí es escrita la vemos por horas frente a un monitor, fascinados como el que ve unos senos desnudos por primera vez. Si la palabra es hablada sólo la recordamos, todo el día, la llevamos a nuestros trabajos, escuelas, casas, como si fuera un amuleto, la sacamos del maletín de cachibaches que es nuestra memoria y sonreímos estúpidamente.
A gente como yo el amor nos vuelve complacientes. Nos vuelve bestias. Nos vuelve pájaros sin alas. Nos vuelve trompos dando vueltas sobre nosotros mismos hasta que se nos acaba la cuerda y ¡Pum! Volvemos a caer al piso. Ya en el piso nos sentimos cómodos, seguros, reales.
Y viene una mujer y nos da cuerda y otra vez a girar.
El amor es malo para la gente como yo. Nos vuelve malos poetas. Filósofos baratos. Limosneros con garrote. Pendejos.
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