Imagínate que vas a pasar la mayor parte de tu vida como esclavo.
Mancillarán tu infancia con escuelas para que te enseñen a pensar, llegarás a la universidad de esclavos para que te enseñen a cargar tus piedras. Tendrás un empleo con el que tendrás que pagar tu jaula y, si eres inteligente, una carreta para llegar más rápido a la cantera.
Utilizarás tus monedas para comprar cosas que tus patrones te dicen que necesitas, para ser como ellos. Cosas que tú crees necesitar, por estatus, porque tú no quieres ser como esos hombres caídos en desgracia, viviendo en la calle, comiendo de la basura. No, esa vida no es para ti, tú eres un hombre libre. Libre de elegir que tipo de esclavo quieres ser, libre de elegir el color de tu taparrabo y el sabor de tu engrudo.
Después envejecerás y ya no le serás útil a tus patrones. Y vas a morir esclavo.
Pero te consolará que jamás fuiste como el loco aquél que vivía en los basureros, recogiendo latas y envases vacíos. El que hablaba con las aves y era tan inmensamente rico que podía darse el lujo de dormir bajo todos los árboles. El que no lo limitaba el dinero porque jamás lo conoció, el que conocía la verdadera amistad que no estaba basada en el interés sino en el apoyo y la camaradería. El deschabetado que se masturbaba en la calle, que compartía su comida con los perros. Aquel al que el hambre, el frío y los dolores físicos lo acercaron más a él mismo. El loco, tú no estabas loco. Tú fuiste un esclavo porque tú no estabas loco.
Sólo estabas muerto. Pero no estabas loco.
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