Lo primero en lo que pensó fue en su suscripción a la revista esotérica.
Joaquín nunca fue una persona supersticiosa, pero era dentista y tenía que tener revistas en la sala de espera, así lo había aprendido de su papá que igual era dentista, y su abuelo, que ponía revistas periódicos en las banquitas de la barbería que puso cuando llegó a México huyendo de Franco. Se había dado cuenta que las revistas esotéricas y de cosas insólitas eran las que más leían todos, tontos o listos, ya sea para buscar algo en que creer o algo de que reírse. Aún así, no pensó en que había pasado la parte más importante de su vida escuchando a niños llorar asustados de los taladros y oliendo fétidas cloacas que eran las bocas (si así podían llamarse) de sus pacientes. Tampoco pensó en que había que pagar un préstamo de más de un millón de pesos al banco por el crédito de su consultorio.
-¿Necesita un minuto?
-No. ¿Es por aquí el baño? - Revistas viejas, que hablaban de hombres que vivían en las selvas y curaban con las manos.- Quiero ir al baño, necesito ir al baño.
-Sí, pase usted.
-Muchas gracias.
(Fotos de niños alérgicos al agua, hadas encontradas en micronesia, fósiles de sirenas)
Se miró al espejo del baño un momento. Se lavó la cara y pensó:
Así que me estoy muriendo.
Y lloró. Recordó que en una de esas revistas leyó que cuando estamos frente a una muerte inminente y dolorosa, nuestro cerebro extiende los últimos segundos de existencia y nos pone imágenes agradables, los momentos más felices son llevados a nosotros gracias a la hormona que nos hace soñar, justo antes de que el parachoques de un auto nos rebane la cara. Pero esta no era una de esas muertes, esta era una muerte lenta y probablemente muy dolorosa, perdiendo poco a poco el movimiento de sus músculos y sintiendo como crecen sus huesos penetrando su carne. Por meses, un año si tenía buena o mala suerte.
No hay tratamiento. Bueno, siempre hay tratamiento, pero Joaquín lo sabía, era cambiar una cosa por otra, incrementar el dolor y aumentar el tiempo. Y él pensaba que no era vida si se estaba en agonía o sedado la mayor parte del día. Así que pensó en hacer lo que siempre se espera que alguien en su situación haga: disfrutar lo poco que queda de vida. Pero la vida no es una película de Jack Nicholson. Joaquín se encerró una semana en casa sin poder salir, despertándose a media noche por el dolor de piernas que lo hizo ir al médico. El hospital le mandaba la comida, lo hacían por lástima, él no recibía ningún tratamiento, pero su médico sabía que vivía solo y que probablemente intentaría suicidarse por su antecedente o algo así. Por eso le mandó la comida y le mandó una enfermera. Joaquín había pasado de tener treinta y tantos a tener noventa y seis en menos de una semana.
Pero esta no es la historia de Joaquín. Esta es la historia de Eva. Porque Joaquín se va a morir y no sería tan fácil continuar la historia de una vida una vez que acabe.
Eva quería ser chef. Siempre veía en los programas de cocina a esa imagen de mujer exitosa que sabe hacer una buena comida para su familia. Supongo que es típico de muchos mexicanos, creer que salir en la tele es haber alcanzado el éxito. Mucho tiempo después Eva saldría en la tele, pero no cocinando, saldría asesinando a un hombre con cáncer.
Su mamá tenía un puesto de antojitos en la entrada de su casa. Doña Eva se levantaba muy temprano para levantar temprano a Evita y mandarla por la masa al mercado. Mientras Doña Eva hacía los guisos, evita soñaba con salir en la tele y tener un programa de cocina. Aún lo hace mientras da baños de esponja a viejos incontinentes.
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