No pretendo hacer de esta entrada un berrinche de niño-adulto sobre los derechos de los hombres y lo oprimidos que nos ha dejado todo este movimiento de liberación sexual, donde todo mundo está ansioso de compartir sus preferencias y opiniones.
Solamente decir que tal vez, a lo mejor, no quiero coger.
Tal vez no me gusta tanto. Tal vez prefiero masturbarme. En realidad no lo sé, sólo sé que el sexo está sobrevalorado. Para mí no es lo mejor del mundo, y no es porque no pueda tenerlo, solo que no me gusta coger. No es porque sea malo, las veces que he cogido me esfuerzo por hacer un trabajo decente.
No me gusta la idea de que alguien espere algo de mí, soy muy tímido con mi cuerpo, me cuesta expresarme físicamente con las personas, aunque sean muy cercanas, no me gusta que me digan lo que tengo que hacer, el sexo hace las cosas más complicadas para mí porque toda mi vida había pensado que que era algo sagrado, personal y privado; ahora me doy cuenta de que tiene lo mismo de importante que abrir una lata de refresco, tomar su contenido y tirarlo en la calle.
Y como los anuncios de latas de refresco, el sexo está en todos lados. Sexo sexo sexo sexo. Todo mundo quiere que tengas sexo, sexo sexo. Compra esto para tener sexo. Ve a este lugar para tener sexo. Toma esta cerveza para tener sexo. Ve al gimnasio para tener sexo. Ten sexo para tener sexo. Mis amigos quieren que tenga sexo, mi familia quiere que tenga sexo, la iglesia católica no quiere que use condones, pero quiere que tenga sexo. Tal vez no quiero tener sexo.
Tal vez quiero darle una nalgada, besarla en la frente, tomarla de la mano, pelearme con ella, hacer de comer, salir a correr, leer en la sala, jugar videojuegos, ver todas las de el señor de los anillos de una sentada, tal vez quiero desayunar en la escuela y bañarme hasta el sábado porque hoy no voy salir y tener sexo arruinaría todos los planes que tengo porque me la pasaría pensando en lo importante que es que haya tenido sexo y en lo orgullosos que deben estar todos porque tuve sexo o en lo mucho que les vale madres y en lo mucho que debería varlerme madres a mí también porque todo mundo lo está haciendo y cuando todo mundo hace algo, nadie lo hace.
NO QUIERO COGER.
He mentido muchas veces cuando digo que he cogido porque quiero encajar y llenar las expectativas que tienen los demás de mí, COMO TODO SER HUMANO. Pero en realidad no me llama la atención tanto, sin embargo para mí el sexo es como esta montaña que está enfrente de mí todo el día y no puedo dejar de verla, porque, aparentemente, para todo el mundo, es lo más importante de la existencia. No quiero coger coger coger.
NO QUIERO.
Vivir en vano
50 pisos.
Un recuerdo dentro de un recuerdo.
Recordó como la tela de su vestido se resbalaba por la piel quemada por el sol y caía sobre la alfombra verde del estudio. Era un vestido verde. Le gustaba porque era fácil quitárselo a Amanda antes de hacer el amor. Ella nunca permitía que él se lo quitara, ella tenia que dejar de besarlo y se bajaba de la cama, se ponía de pie y se quitaba el vestido. No lo hacia de forma sugerente, pero había una tácita sensualidad que sabia que era sólo para él.
En la foto ella llevaba el vestido verde y se desengaño de la pertinencia de ese sentimiento. "Se llama miguel" le dijo ella sonriendo mientras sostenía el teléfono "Lo conocí en Madrid cuando estaba haciendo la maestría."
43 pisos.
Miguel tenia los dientes chuecos era moreno. Aparentemente no era europeo. Aparentemente era chileno. Uriel sintió de nuevo como la bilis y el miedo se le acumulaban en la boca del estomago cuando su cartera salió volando desde el bolsillo de su chaqueta beige y se perdió en el cielo. Tembló como cuando vio la foto de Amanda y miguel. "Cómo la canción de Mecano" pensó. Pero no era Amanda, era Anna. No importaba ya.
37 pisos.
De nuevo se encontraba sonriendo con el celular de Amanda en la mano. "Felicidades" mintió. Amanda le dijo que se casaban en julio en san miguel de allende, donde su papá tiene la finca.
Hacia frio, pero recordaba como Amanda dormía desnuda en la cama improvisada con su ropa tirada en la tierra. Y él la miraba dormir. Era la primera vez que visitaban la finca con la familia de Amanda. Y cuando ella se empezó a quitar el vestido con sus padres borrachos a solo unos metros, de nuevo sintió miedo.
32 pisos.
Vio su oficina pasar fulminante.
Claro que iría a la boda.
30 pisos.
¿Por qué me dices esto?
La calle se veía reventar de gente, algunos corriendo y otros cayendo. Algunos sobre los coches, como esa famosa fotografía de la mujer que saltó de un edificio.
Era junio. Las buganvillas de la banqueta empezaban a florecer.
Que mi tumba huela a primavera, pensó.
24 pisos.
Amanda prefería los girasoles. Siempre dijo que eran como ella. No hablaban de un amor romántico y tragico como las otras Flores. No tenían la pasión de las rosas o la solemnidad de los tulipanes. Los girasoles se quitaban el vestido sobre la alfombra. Los girasoles estudiaban arte en Madrid porque no querían aprender francés y se casaban con chilenos de dientes chuecos en junio, julio. Lo que sea. Los girasoles nunca escuchaban musica en inglés y veían películas de Wes Anderson.
Los girasoles eran unas putas. Dijo.
20 pisos.
Amanda. La vio cayendo junto a él. Abrazando al hombre de los dientes chuecos.
Y murió de tristeza antes de tocar las buganvillas de la acera.
12 pisos.
Un recuerdo dentro de un recuerdo.
Recordó como la tela de su vestido se resbalaba por la piel quemada por el sol y caía sobre la alfombra verde del estudio. Era un vestido verde. Le gustaba porque era fácil quitárselo a Amanda antes de hacer el amor. Ella nunca permitía que él se lo quitara, ella tenia que dejar de besarlo y se bajaba de la cama, se ponía de pie y se quitaba el vestido. No lo hacia de forma sugerente, pero había una tácita sensualidad que sabia que era sólo para él.
En la foto ella llevaba el vestido verde y se desengaño de la pertinencia de ese sentimiento. "Se llama miguel" le dijo ella sonriendo mientras sostenía el teléfono "Lo conocí en Madrid cuando estaba haciendo la maestría."
43 pisos.
Miguel tenia los dientes chuecos era moreno. Aparentemente no era europeo. Aparentemente era chileno. Uriel sintió de nuevo como la bilis y el miedo se le acumulaban en la boca del estomago cuando su cartera salió volando desde el bolsillo de su chaqueta beige y se perdió en el cielo. Tembló como cuando vio la foto de Amanda y miguel. "Cómo la canción de Mecano" pensó. Pero no era Amanda, era Anna. No importaba ya.
37 pisos.
De nuevo se encontraba sonriendo con el celular de Amanda en la mano. "Felicidades" mintió. Amanda le dijo que se casaban en julio en san miguel de allende, donde su papá tiene la finca.
Hacia frio, pero recordaba como Amanda dormía desnuda en la cama improvisada con su ropa tirada en la tierra. Y él la miraba dormir. Era la primera vez que visitaban la finca con la familia de Amanda. Y cuando ella se empezó a quitar el vestido con sus padres borrachos a solo unos metros, de nuevo sintió miedo.
32 pisos.
Vio su oficina pasar fulminante.
Claro que iría a la boda.
30 pisos.
¿Por qué me dices esto?
La calle se veía reventar de gente, algunos corriendo y otros cayendo. Algunos sobre los coches, como esa famosa fotografía de la mujer que saltó de un edificio.
Era junio. Las buganvillas de la banqueta empezaban a florecer.
Que mi tumba huela a primavera, pensó.
24 pisos.
Amanda prefería los girasoles. Siempre dijo que eran como ella. No hablaban de un amor romántico y tragico como las otras Flores. No tenían la pasión de las rosas o la solemnidad de los tulipanes. Los girasoles se quitaban el vestido sobre la alfombra. Los girasoles estudiaban arte en Madrid porque no querían aprender francés y se casaban con chilenos de dientes chuecos en junio, julio. Lo que sea. Los girasoles nunca escuchaban musica en inglés y veían películas de Wes Anderson.
Los girasoles eran unas putas. Dijo.
20 pisos.
Amanda. La vio cayendo junto a él. Abrazando al hombre de los dientes chuecos.
Y murió de tristeza antes de tocar las buganvillas de la acera.
12 pisos.
las cosas que no te dije
Pasé tanto tiempo solo que ya me había hecho a la idea de que pasaría el resto de mi vida así.
No es difícil comprometerse con la idea. La soledad y yo teníamos un solemne pacto de respeto y dignidad, yo dejaba que ella se alimentara de mí y ella me dejaba justificar nuestra simbiosis con la excusa de que soy muy exigente. Pero la verdad es que a nadie le gusta estar solo.
Por muy buena persona que uno pueda ser, no hay forma de pasar tanto tiempo solo con uno mismo. Los efectos de la soledad le hacen a uno detestar no sólo los defectos ajenos, sino los propios, y no hay hombre solo que no haya sucumbido a los reclamos de sí mismo cuando uno se harta de la propia ineptitud e incapacidad para establecer relaciones amorosas o entablar amistades.
La relación con la soledad es igual de violenta y destructiva que cualquier otra relación con cualquier otro ser humano, sólo que esta se siente más pesada porque no tenemos con quien quejarnos. La relación con la soledad no tiene duelo cuando termina pero sí anula cualquier tipo de habilidad que se tenga para sentir empatía o relacionarse con los demás.
Es por eso que tiendo a rumiar en mis relaciones fallidas, no por aferrarme a las personas, sino por huir de la relación con la soledad.
En fin. Coman mierda todos.
No es difícil comprometerse con la idea. La soledad y yo teníamos un solemne pacto de respeto y dignidad, yo dejaba que ella se alimentara de mí y ella me dejaba justificar nuestra simbiosis con la excusa de que soy muy exigente. Pero la verdad es que a nadie le gusta estar solo.
Por muy buena persona que uno pueda ser, no hay forma de pasar tanto tiempo solo con uno mismo. Los efectos de la soledad le hacen a uno detestar no sólo los defectos ajenos, sino los propios, y no hay hombre solo que no haya sucumbido a los reclamos de sí mismo cuando uno se harta de la propia ineptitud e incapacidad para establecer relaciones amorosas o entablar amistades.
La relación con la soledad es igual de violenta y destructiva que cualquier otra relación con cualquier otro ser humano, sólo que esta se siente más pesada porque no tenemos con quien quejarnos. La relación con la soledad no tiene duelo cuando termina pero sí anula cualquier tipo de habilidad que se tenga para sentir empatía o relacionarse con los demás.
Es por eso que tiendo a rumiar en mis relaciones fallidas, no por aferrarme a las personas, sino por huir de la relación con la soledad.
En fin. Coman mierda todos.
I don't blame her, I'm kind of an asshole.
Cuando llega uno a los temidos (o esperados si eres una niña que quiere depender toda su vida de sus padres) veintitantos, uno se encuentra con otro desengaño de esos que hay en todos lados en la vida. Sólo que este es de los mas difíciles de aceptar: uno no es una buena persona.
Ya llegando a los 20 uno empieza a vislumbrar este hecho, cuando ya se ha hecho llorar a más de una pareja o cuando se siente culpa por el ingreso de nuestro mejor amigo a una mejor universidad que a la local que vamos a asistir nosotros; sin embargo es a los veintitantos cuando ya uno tiene suficiente evidencia empírica como para darse cuenta del tipo de mierda que es.
Y eso está bien, porque además te das cuenta de lo fácil que puedes hacerle daño a la gente y buscas la manera para evitar hacerlo, pero no porque en realidad te interese mejor persona, no no no, ser mierda sin darse cuenta es lo mejor del mundo, pero evitas serlo para no sentirte tan mal contigo mismo. Y eso nos hace avanzar.
Sin embargo también es un momento crítico. Si no aceptamos en esta etapa nuestro ser con todo lo culeros, saltabardas, comecuandohay, aprovechados y mierdas que somos, jamás volveremos a tener la oportunidad de hacerlo. Y vamos a pasar toda la vida siendo una mierda sin saberlo. Y aunque la gente nos lo diga no nos va a importar porque en el fondo vamos a creer que en realidad somos buenas personas y que hacemos nuestras culeradas solo a gente que se lo merece. Y ese es el peor tipo de muerda que hay.
Ya llegando a los 20 uno empieza a vislumbrar este hecho, cuando ya se ha hecho llorar a más de una pareja o cuando se siente culpa por el ingreso de nuestro mejor amigo a una mejor universidad que a la local que vamos a asistir nosotros; sin embargo es a los veintitantos cuando ya uno tiene suficiente evidencia empírica como para darse cuenta del tipo de mierda que es.
Y eso está bien, porque además te das cuenta de lo fácil que puedes hacerle daño a la gente y buscas la manera para evitar hacerlo, pero no porque en realidad te interese mejor persona, no no no, ser mierda sin darse cuenta es lo mejor del mundo, pero evitas serlo para no sentirte tan mal contigo mismo. Y eso nos hace avanzar.
Sin embargo también es un momento crítico. Si no aceptamos en esta etapa nuestro ser con todo lo culeros, saltabardas, comecuandohay, aprovechados y mierdas que somos, jamás volveremos a tener la oportunidad de hacerlo. Y vamos a pasar toda la vida siendo una mierda sin saberlo. Y aunque la gente nos lo diga no nos va a importar porque en el fondo vamos a creer que en realidad somos buenas personas y que hacemos nuestras culeradas solo a gente que se lo merece. Y ese es el peor tipo de muerda que hay.
Yo payaso
La vida es una broma sombría, a la cual un sólo le puede encontrar gracia cuando no la entiende.
Uno trata de encontrarle la gracia y reír con ella, pero cuando por fin se entiende el chiste, la risa muere. Pues el chiste es sobre uno.
El chiste más grande, la gracia de todo, es que siempre que uno cree que ya le agarró el chiste a la vida, esta se encarga de demostrar lo contrario. Con una muerte de un familiar, un bulto en los testículos, la tos con sangre mientras se fuma con la familia, la esposa en la cama del mejor amigo, la vida nos pone el pie para que tropecemos, nos avienta un pastel en la cara y nos pide que ríamos con ella. Que "ya lo superemos", el bromista le pide a la victima que se deje de tomar tan en serio su desgracia y miseria y que se ría del merengue del cáncer, el adulterio, la muerte que tiene en la cara.
Somos todos unos payasos, y el mundo ríe con nosotros, pero cuando lloramos, lo hacemos solos.
Uno trata de encontrarle la gracia y reír con ella, pero cuando por fin se entiende el chiste, la risa muere. Pues el chiste es sobre uno.
El chiste más grande, la gracia de todo, es que siempre que uno cree que ya le agarró el chiste a la vida, esta se encarga de demostrar lo contrario. Con una muerte de un familiar, un bulto en los testículos, la tos con sangre mientras se fuma con la familia, la esposa en la cama del mejor amigo, la vida nos pone el pie para que tropecemos, nos avienta un pastel en la cara y nos pide que ríamos con ella. Que "ya lo superemos", el bromista le pide a la victima que se deje de tomar tan en serio su desgracia y miseria y que se ría del merengue del cáncer, el adulterio, la muerte que tiene en la cara.
Somos todos unos payasos, y el mundo ríe con nosotros, pero cuando lloramos, lo hacemos solos.
calle melancolia.
Tenia 12 años la primera vez que me rompieron el corazón.
Llegué a la casa de la escuela, me encerré en mi cuarto, me derrumbé en la alfombra y comencé a llorar.
Me quería morir. Me daba miedo que nunca se desvaneciera el dolor y me quedara por siempre llorando en la alfombra. No entendía qué me pasaba.
Pasé así semanas, probablemente meses. Sí, el dolor disminuyó, pero jamás desapareció por completo. Sin embargo, el miedo sí se desvaneció; se convirtió en un acuerdo resignado a mi condición. Había aceptado que, a pesar de mi juventud, iba a pasar el resto de mis días con el corazón roto.
Después me volví a enamorar y mi condición desapareció. Hasta que me volvieron a romper el corazón y me volví a encerrar en mi cuarto a llorar en la alfombra.
Ahora tengo 21 años y he pasado por muchas más relaciones y me han roto el corazón muchísimas más veces de las que me he enamorado. A pesar de mi edad y de la madurez de la que presumimos todos los adultos, siempre me enamoro temiendo el inevitable encuentro con la alfombra.
Soy Rafael y llevo 9 años con el corazón roto.
Mucho gusto.
Llegué a la casa de la escuela, me encerré en mi cuarto, me derrumbé en la alfombra y comencé a llorar.
Me quería morir. Me daba miedo que nunca se desvaneciera el dolor y me quedara por siempre llorando en la alfombra. No entendía qué me pasaba.
Pasé así semanas, probablemente meses. Sí, el dolor disminuyó, pero jamás desapareció por completo. Sin embargo, el miedo sí se desvaneció; se convirtió en un acuerdo resignado a mi condición. Había aceptado que, a pesar de mi juventud, iba a pasar el resto de mis días con el corazón roto.
Después me volví a enamorar y mi condición desapareció. Hasta que me volvieron a romper el corazón y me volví a encerrar en mi cuarto a llorar en la alfombra.
Ahora tengo 21 años y he pasado por muchas más relaciones y me han roto el corazón muchísimas más veces de las que me he enamorado. A pesar de mi edad y de la madurez de la que presumimos todos los adultos, siempre me enamoro temiendo el inevitable encuentro con la alfombra.
Soy Rafael y llevo 9 años con el corazón roto.
Mucho gusto.
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