Abismo


Aún recordaba el olor a orines de gato, el sol entrando por las cortinas de tela rosa y el débil viento que entraba por la ventana. Eran las 8 de las mañana y el comedor esperaba que fuese la hora del desayuno, la hora en que él se levantara, se pusiera las pantuflas de lana beige y sacará unos huevos del refrigerador. Era una bella rutina, una coreografía torpe y taciturna: prender la estufa, sacar un sartén y romper dos huevos, siempre con cuidado de no hacer el más mínimo de los ruidos para no despertar a la pequeña crisálida de sábanas y mujer que aún dormía en la habitación contigua. Sacar dos vasos y llenarlos con leche para ponerlos en la mesa y platos con huevos revueltos y fruta y besos.

 Después él entraba en la habitación y con cuidado colocaba un pequeño beso en la frente de aquella ave dormida, la cuál se despertó, y al abrir los ojos, todo el cuarto se iluminó. Él miraba aquella imagen maravillosa como un niño cuando ve nevar por primera vez.

Fue en ese momento, ese fatídico momento tan hermoso y tan terrible que se dio cuenta de la verdad, esa verdad tan feroz  que lo persigue a uno en las noches más oscuras y solitarias e inevitablemente nos invitan a movernos en tiempo y espacio.

Se dio cuenta en ese momento que las estrellas eran de lata y las flores de papel, que la luna era sólo una amarillenta bombilla en una oscura habitación, los poemas eran los más vulgares insultos y que las mariposas se volvieron feas orugas, en ese momento que se dio cuenta que las manzanas iban a dejar de ser dulces y que el mar dejaría de ser misterioso y azul, porque toda la belleza del mundo ya estaba en ella, en ese ser que con una sonrisa sacaba al mundo de su eje y lo ponía a dar vueltas alrededor de la luna.

Y fue feliz, porque no le importó. Y porque había nacido para despertarse un domingo de septiembre en la mañana para cocinar huevos y despertar a esa mujer que era tan feliz con él y tomar leche juntos, con pantuflas de lana beige y cortinas de tela rosa

Y jamás volvió a cocinar.