Euclides y otros demonios.

La trigonometría es un negocio muy cabrón y lleno de pendejadas poéticas y filosóficas; podemos aprender mucho de las rectas, elipses, parábolas y circunferencias con sus tangentes y sus cosenos.

 Pero hay algo que se me hace el dato más terrible de todos y me ha atormentado de una manera espantosa estos últimos días: Las rectas. Las tuyas, las mías. Todos somos rectas, estamos en una maraña gigantesca de rectas y no sabemos donde van a ir a dar. 



A veces pienso que las rectas paralelas son las más tristes de todas, tienen la misma pendiente y siempre van juntas pero jamás se cruzan y pueden pasar así toda la eternidad. ¿Qué sentirá la recta y = 3x + 10 al ver a su paralela tan cerca y no poderla cruzar?


¡Pero no! Las más tristes deben ser, definitivamente, las rectas perpendiculares. Se cruzan en el cuadrante exacto y durante una sola coordenada para seguir su camino y no volver a verse jamás. Por lo menos las paralelas se pueden asomar de cuando en cuando a ver a su compañera de pendiente, las perpendiculares están condenadas a un momento de gloria y de ahí a la soledad.


También pienso a menudo en las tangentes que se aproximan bastante a un círculo y nadie sabe si en realidad lo toca o no, digo, ¿En un sólo punto? ¡Mejor que se aleje! Bueno, al menos no son tan terribles como las secantes, a esas no les importa si tienes tu circunferencia completa, ellas llegan, te hacen un desmadre y no vuelves a estar completo.

Yo por eso digo, que lo mío, lo mío, lo mío, son las elipses. Sólo por la excentricidad.